El Reino de Macedonia
Macedonia La historia de Macedonia cambió drásticamente cuando Filipo II ascendió al trono en el año 359 a. C. Enfrentaba un reino débil, rodeado de enemigos y dividido internamente. Sin embargo, este hombre visionario transformó Macedonia en una potencia. Su primera tarea fue reorganizar el ejército, creando la famosa falange macedonia, equipada con largas sarisas (lanzas) que revolucionaron la guerra.
Gracias a su ingenio militar y diplomacia, Filipo expandió rápidamente sus dominios, sometiendo a tribus vecinas y asegurando las fronteras del reino.
Mientras Filipo consolidaba Macedonia, giró su atención hacia Grecia, una tierra dividida en ciudades-estado rivales como Atenas, Tebas y Esparta. Grecia, desgastada tras las Guerras del Peloponeso y conflictos sociales, ofrecía una oportunidad ideal para un líder ambicioso como Filipo.
Sin embargo, no buscó someterla por la fuerza inicialmente; en cambio, utilizó su habilidad diplomática, creando alianzas matrimoniales, sobornando a políticos y aprovechando rivalidades entre las poleis. Con estas tácticas, y tras victorias militares decisivas como en Queronea en el 338 a. C., Filipo estableció la Liga de Corinto, una alianza bajo su liderazgo que unificó a casi toda Grecia (Esparta no estaba incluida, pero luego caería).
El siglo IV a. C. en Oriente Medio, el corazón de la región, el Imperio Persa Aqueménida, que una vez había dominado desde el Indo hasta Egipto, se encontraba debilitado por las luchas internas y las amenazas externas. Los sátrapas, gobernadores de las provincias del imperio, empezaban a desafiar la autoridad central, y las ciudades-estado griegas, que habían experimentado un florecimiento cultural y militar con los macedonios, observaban con atención cómo el poder persa se desmoronaba.
Mientras tanto, las rutas comerciales que conectaban el este y el oeste pasaban por el Bosfóro, el estrecho que separaba Europa de Asia, un punto crucial para el comercio entre los dos continentes y una puerta natural entre las dos grandes regiones.
Al sur, en Egipto, la dinastía persa estaba en su fase final, sometida a revueltas internas que reflejaban el cansancio de los pueblos ante la dominación extranjera. El deseo de autonomía se encarnaba en figuras como el sacerdote Amón en Tebas, que comenzaba a reactivar el nacionalismo egipcio. Ya he hablado de Egipto de este periodo.
Más allá de Persia, en el creciente crisol de culturas del Asia Menor, los reinos helenísticos, que se habían asentado a lo largo de la costa, se entrelazaban con las tradiciones locales. Desde los puertos del Bosfóro, que controlaban el acceso entre el Mar Negro y el Mar de Mármara, hasta las ciudades griegas de Anatolia, todo Oriente Medio se encontraba en una etapa de transición.
Tracia (hoy dividida territorialmente en los actuales Turquía, Grecia y Bulgaria), al noreste de Macedonia, jugó un papel clave en los planes de Filipo. Esta región, habitada por tribus independientes desde épocas remotas, era conocida por sus recursos minerales, especialmente oro, y su estratégica posición entre Grecia, el Mar Negro y el mundo escita.
Filipo sometió a las tribus tracias mediante campañas militares y asentamientos fortificados, garantizando no solo recursos para financiar sus proyectos, sino también el control de rutas comerciales cruciales. Este dominio consolidó su reputación como estratega y administrador.
La administración de Filipo fue revolucionaria. Centralizó el poder en la figura del rey, pero respetó las tradiciones locales de los territorios que conquistaba, ganándose la lealtad de muchos. Reformó la economía macedonia, explotando minas de oro y plata para acuñar monedas y financiando su ejército y obras públicas.
Admiraba profundamente la cultura griega, adoptando sus formas artísticas y promoviendo la educación helénica en su corte. A pesar de ser macedonio, comprendía que la herencia cultural de Grecia podía servir como un puente para unir a los pueblos bajo su dominio.
Su respeto por la religión griega también fue evidente. Filipo se presentó como protector de los templos y defensor de los dioses olímpicos, lo que le permitió ganarse el favor de las ciudades griegas más devotas. Al mismo tiempo, utilizó la religión como herramienta política, promoviendo festivales que fortalecían los lazos entre macedonios y griegos.
Filipo no se veía como un conquistador bárbaro, sino como un legítimo líder helénico. La unificación de Grecia bajo la Liga de Corinto no solo fue un acto de astucia política, sino también el primer paso hacia un proyecto mayor: la guerra contra Persia. Filipo apeló al antiguo resentimiento griego hacia los persas, recordando las invasiones de Darío y Jerjes. Prometió liberar las ciudades griegas en Asia Menor y vengar la profanación de templos sagrados.
Filipo nunca vio su sueño persa realizado, pues fue asesinado en el 336 a. C. durante una celebración en Egina. Las circunstancias de su muerte siguen siendo un misterio, pero su legado quedó en manos de su hijo, Alejandro, quien más tarde sería conocido como Alejandro Magno. Alejandro, educado por el filósofo Aristóteles, heredó no solo un reino unificado y un ejército formidable, sino también la ambición de conquistar el mundo.

En esos años, Epiro, vecino occidental de Macedonia, también jugaba un papel intrigante. Era una región montañosa y menos desarrollada, habitada por tribus como los molosos, de los que procedía Olimpia, la madre de Alejandro.
Olimpia fue una figura clave en la vida de Alejandro, influyendo profundamente en su carácter. Alejandro Magno, aunque poco los saben, fue educado por Aristóteles. Creía descender de Aquiles, reforzando en Alejandro la idea de un destino heroico. A pesar de la frialdad entre Olimpia y Filipo, su unión aseguró una alianza estratégica entre Macedonia y Epiro, consolidando el poder de Filipo en la región de los Balcanes.